El piano volador

PIANO

El piano que mi abuelo tenía en el departamento de Las Heras y Callao bajó los once pisos colgado de un sofisticado mecanismo de sogas y roldanas. No había otra manera de sacarlo. La imagen espectacular de un Blüthner de media cola suspendido frente a los balcones del centro de Buenos Aires me llegó por un comentario de mi viejo, mientras se lo decía medio al pasar a mi mamá que no quería hablar del tema.

-Tuvieron que bajarlo por el balcón.

Esa única frase fue todo lo que escuché y, quizás, algún otro comentario, no mucho más. Una historia que merecía una categoría superior en el anecdotario familiar había quedado reducida a unas pocas palabras dichas casi con indiferencia. Eso pasó cuando yo tenía nueve años. En aquel momento no fui capaz de entender lo que había significado para mi abuelo deshacerse de aquel piano. Había tocado desde muy joven, siempre en pequeñas orquestas de tango, en Salto, el pueblo donde había nacido. Después vino a Buenos Aires y trabajó de cualquier otra cosa, pero siempre había seguido tocando el único género que le interesaba, el tango, en el único instrumento que le parecía digno de ser tocado. Tuvo un piano vertical en la casa de Victoria cuando mi viejo y mis tías eran chicos, pero creo que ese piano fue a parar a la casa de mi tía Nora después de que mis abuelos se fueron a vivir al centro, en 1970, cuando sus hijos ya eran grandes. Así que por poco más de 10 años no tuvo piano, hasta que de la nada apareció aquel piano alemán de media cola, que era una maravilla en todo sentido, construido con madera rojiza tipo cerezo, cuerdas doradas y un arpa que parecía una escultura. Alcanzaba con mirarlo: la sola presencia de ese instrumento generaba una especie de temor reverencial. Era como si el espíritu de la música se hubiera materializado en el living de mis abuelos. Los técnicos habían tardado varias horas en ensamblarlo. El dueño de Promúsica le había dicho a mi abuelo:

-Si Ariel Ramírez se entera de que usted tiene este piano, le toca el timbre para venir a probarlo.

Pero Ariel Ramírez no lo tocó nunca. En cambio, yo sí. Gran diferencia. Un tiempo después de que el piano se instalara en lo de mis abuelos, por una serie de hechos que nunca sabré bien cómo sucedieron, terminé tomando clases particulares todos los viernes a las cinco de la tarde con un profesor del Conservatorio Nacional de Música. Mi abuelo me pasaba a buscar por mi casa en Martínez y, después de la lección frente al Blüthner, me quedaba a dormir en Callao, como le decíamos a aquel departamento. Todavía me acuerdo del ruido del tránsito y de las sirenas que subían desde la avenida y que, aunque no me dejaban dormir, me generaban fascinación por el caos que se respiraba en el centro. Era como estar en una película. Eso habrá durado unos seis meses y terminó porque yo no quise seguir más. Mis viejos me dijeron que no había problema, pero que se lo tenía que decir yo a mi abuelo. Después de tragarse la bronca mientras me llevaba ese viernes a la que iba a ser la última lección, mi abuelo me dijo que estaba bien, que no había ningún problema, pero que se lo tenía que decir yo al profesor. “Pero estabas progresando, ¿por qué? Es una lástima”, dijo el profesor, un chico muy joven con la campera de jean y los rulos típicos de la época, mientras se agarraba la cabeza. Estaba ofendido. Hasta creo que quise consolarlo mientras se subía al ascensor diciendo algo como “por ahí sigo más adelante”, pero me dijo “no, no, ya está” y cerró la puerta tijera negando, derrotado. Aquel día aprendí a dar malas noticias, a desilusionar a las personas y, a pesar de todo eso, a seguir manteniendo mi decisión. Fue liberador terminar con las clases. El episodio pareció quedar olvidado: cada tanto me quedaba a dormir en lo de mis abuelos y me sentaba a jugar con el piano, sin que nadie dijera nada. Di el asunto por terminado. No fue mucho después de eso que el piano salió por el balcón. Mi abuela dio justificaciones como “para qué necesitamos semejante instrumento” o “es un armatoste”. Fue sustituido por un infamante teclado Yamaha gris cuyo mayor mérito era que uno de los sonidos que tenía se parecía mucho al del comienzo del tema “Piano Bar” de Charly García. Yo podía haber dado el tema por terminado pero para mi abuelo la cuestión no estaba cerrada. Ni se iba a cerrar, en realidad, nunca. Después de una tregua de algunos meses, escuché una frase que en aquel momento habrá sonado casual, pero que en realidad fue el primer movimiento de una larga sinfonía que me iba a acompañar a lo largo de buena parte de mi vida. “Vos ahora podrías estar tocando el piano en serio”. Es muy probable que cuando mi abuelo me dijo eso yo haya estado jugando con los sonidos del Yamaha. Supongo que lo escuché con una mezcla de sorpresa e incomodidad. A partir de ese día siguió insistiendo con la misma idea, usando distintas frases, con un repertorio que incluía “el tiempo pasa igual y si no estudiás, no aprendés”, “el profesor decía que andabas bien”, “yo no sé por qué no quisiste seguir” y algunas otras que en algún momento, siempre que nos veíamos, yo sabía que iba a escuchar. Durante décadas me dijo los mismos latiguillos, con distintas variantes, en todas las situaciones posibles, mientras la vida me iba transformando: los escuché como adolescente que intentaba arañar una guitarra, como joven estudiante de cine con pretensiones artísticas, como no tan joven que suponía estar progresando en el trabajo y hasta como padre primerizo. Él también se fue transformando y de una persona mayor independiente y sana pasó a ser un anciano que no podía salir solo de su casa. Cada tanto perdía contacto con la realidad y se confundía al punto de no saber en qué época estaba viviendo. Y cada tanto volvía y se conectaba, con esa secuencia desconcertante que conocen bien quienes conviven con alguien que tiene problemas neurológicos. Hay algo en la mirada, en la forma de hablar, que permite reconocer un momento o el otro. Quizás sea la diferencia entre estar hablando con la persona real, la que conocemos de siempre, o con esa imitación vacía creada por el estado alterado. La revelación que le dio un significado nuevo a la presencia de aquel piano en mi vida sucedió durante uno de los momentos de conexión plena. Pero tal vez yo me haya confundido. Después de decirme alguno de los ya clásicos latiguillos, me dijo:

-Yo había comprado ese piano para vos. Cuando no quisiste seguir estudiando lo vendí.

En lo personal, fue como si el tiempo se hubiera suspendido en ese instante. Le pregunté varias veces, en ese mismo momento, si había sido así y volvió a confirmarlo, sin dudar. Los recuerdos son engañosos, el tiempo vuelve borrosas todas las situaciones y la memoria inventa mucho de lo que suponemos haber vivido. Solo unos pocos acontecimientos quedan: nadie discute ni que el piano estuvo en el living de mis abuelos ni que tuvieron que bajarlo por afuera del edificio. Pero los motivos que llevaron a que aquello pasara se perdieron en el tiempo: ni siquiera quienes tomaron las decisiones pueden acordarse de cómo fueron las cosas en realidad. Esa fue una revelación que escuché yo solo y que, en definitiva, sólo significó algo para mí. El piano volador había sido mi piano. Pero no lo supe hasta mucho tiempo después. Y tampoco pude verlo suspendido por el cielo de la ciudad. Voy a seguir imaginando la escena, hasta que algún día, tal vez, llegue a creer que de verdad lo vi bajar los once pisos colgando de manera espectacular sobre la ciudad hasta irse por Callao para seguir su camino.

Deja un comentario